viernes, 9 de agosto de 2013

olor de oveja



Durante la pasada Semana Santa, el Papa ha dirigido diversas alocuciones. En una de ellas, especialmente dirigida a los sacerdotes, pedía a sus hermanos sacerdotes que se esforzasen por tener “olor de oveja”, que salieran a las calles y se rozasen con los hombres y mujeres de nuestra época. Les decía que debían dar la vida por los demás, “dejarse la piel”,  sin conformarse con unos mínimos, propios de un mal funcionario, que no quiere extralimitarse en sus obligaciones. Y todo esto, sin caer en el pelagianismo.
Pienso que muchos se han quedado sorprendidos con este término: pelagianismo. ¿De dónde procede? ¿Tiene algún significado en nuestros días?, ¿son “los pelagianos” una deriva de las muchas sectas que hoy pululan en nuestra sociedad? ¿Qué ha querido decir exactamente el Papa Francisco? Vale la pena hacer un poco de historia.
Había en Roma, alrededor del año 400, un cristiano, no sacerdote, de origen británico llamado Pelagio, famoso por haber llegado a ser consejero espiritual de las clases altas de la ciudad eterna. Era la época en la que las Confesiones de S. Agustín se habían convertido en un best-seller, dando al obispo de Hipona una gran popularidad. Los refinados aristócratas romanos comenzaban a pensar que hacerse cristiano no era necesariamente volverse anti-romano. El prejuicio anticristiano había remitido, y uno podía ser un buen súbdito del emperador, y un cristiano coherente.
Estando así las cosas, Pelagio escribió un comentario a las cartas de San Pablo. En ese libro defendía que los mandamientos de Dios eran posibles de cumplir, sin una especial ayuda de Dios. Si el hombre era capaz de elegir, tenía el poder de cumplir los preceptos divinos, aún el difícil mandamiento que prohíbe las relaciones sexuales fuera del matrimonio. En definitiva, era poner el acento  en la fuerza de los recursos naturales. Llevada hasta el límite esta posición, no eran muy necesarios los sacramentos, empezando por el sacramento del bautismo que abre las puertas de la iglesia, y da el derecho a los auxilios propios de la religión cristiana.
Agustín, por el contrario, desconfiaba de las fuerzas humanas, pensaba que el hombre era esencialmente débil, y no podía mantenerse en pie sin la ayuda de la gracia de Dios. Tanto Agustín, como Pelagio, gozaban de gran predicamento entre la gente culta de su época. Uno ejercía su influencia desde Roma, la capital del Imperio. El otro vivía en el norte de África, en la ciudad de Hipona, pero su prestigio llegaba a todos los rincones del Imperio.
La sucesión de acontecimientos que condujeron a Agustín y Pelagio hasta un abierto enfrentamiento fue muy gradual. Al principio, como ocurre tantas veces,  los dos pensadores tenían más cosas en común que diferencias. Poco a poco se fueron distanciando, llegando a defender posturas difícilmente conciliables. Pelagio era un voluntarista que basaba todo en el poder de la voluntad, Agustín era providencialista, confiando en la gracia de Dios.
Agustín fue siempre un pastor que conocía a sus ovejas, que tenía olor de oveja, y cuidaba su rebaño dándole lo mejor de sí mismo. A este modelo de sacerdote es al que hace referencia el papa Francisco.
EL MUNDO. VIERNES 19 DE JULIO DE 2013

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